lunes, 30 de septiembre de 2013

Las Españas y el estío.

Ancha es Castilla.
Un año transcurrido ha, o puede que más, desde que escribiese aquí. Las razones por las cuales castigué con el látigo de mi indiferencia a este diario virtual que ni siente, ni padece, ni todo lo contrario son tan obscuras a vuestros ojos como a los míos, e igual de persistentes que el invierno interminable que azota Flandes durante seis de cada nueve meses. Invierno que por cierto duró hasta no sé si Marzo, que todavía caían briznas de hielo de ese cielo calvinista y abarrotado de nubes herejes. 

De compatriotas, picaresca y los hideputas.

Colonia, uno de los pocos días
del año que ve un cielo despejado.
Encontrarse un paisa en mitad de la clase es siempre bienvenido. Encontrártelo después de hablar durante un rato en inglés además da para contar la anécdota de vuelta. Total, que nos asociamos y juntamos esfuerzos a través de el nuevo archienemigo; el profesor francés muy francés que al final resultó que era Luxemburgués, el muy cretino, además, es más borde que una cornisa. Por otro lado nos apuntamos a una asignatura juntos, llamada Remote Sensing, dedicada a la observación de la Tierra desde plataformas orbitales o desde meros aviones. Expusimos un par de artículos sobre evidencias de cuencas fluviales en el planeta Marte. Un tema sin duda interesante pero de ninguna utilidad, desgraciadamente, y la cosa no fue demasiado bien.

El Albatros, la segunda
 bicicleta plegable.
Pero lo peor estaba por venir.
Una mañana entré en el edificio donde hacíamos las prácticas de la ya mencionada asginatura, la pérfida mañana del examen, con la finalidad de imprimir los informes finales, y entregarlos cuales bermejos despachos. En esto que tuve que dejar la sala durante unos minutos, y sabiendo que allí estaba uno de los profesores, me confié y abandoné mi bienamado portátil TOSHIBA, una maravilla japonesa bastante cara. 
A la vuelta, el ordenador no estaba. 
Invoqué al panteón romano por completo y pregunté al teutón docente, y contestóme el desgraciado que le había entrado cagalera y había tenido que abandonar el laboratorio durante unos minutos. El ladrón tuvo tiempo a solas con mi propiedad. Hideputa.
Muchos intentos de recuperar o de avergiuar fueron vanos. Un informático de no sé bien qué departamento fue capaz de localizar su señal dirigiéndose hacia la parada del autobús. Mi único y fútil consuelo fue que el muy idiota se encontraría un ordenador con teclado español, inútil en este país.

Del regreso a Granada, y un viaje de regreso inesperado.

Una Raquel para gobernarlos
a todos.
Regresamos a Flandes atravesando Europa entera en un viaje en el que arañamos la corteza terrestre, abriéndonos paso entre collados pirenaicos y rotondas francesas, a bordo del Mosasaurio por excelencia, el automóvil que, no importa dónde se encuentre, siempre consume más que todos los vehículos que tiene alrededor combinados. Atravesamos Luxemburgo, el cual tiene más árboles que edificios y la gasolina más barata de Europa. Entramos entonces en Francia, donde donde una noche en Mâcon nos timaron, pero no tengo ganas de amargarle la tarde a vuacé con aquella serie de desdichas, orquestadas por los franceses.
Al día siguiente visitamos Peróuges, una ciudad medieval muy bien conservada, donde nos hicimos con una botella de hidromiel, y donde vimos un mapa antiguo del país franco en el que España era denominada ''El país de los comedores de pimientos''. No, si en el fondo tendrán razón los muy malandrines.

Pareloup
Continuamos hacia el sur de Francia, acampando cerca de un lago gigante llamado Pareloup y al día siguiente paramos en la volcánica Roquefort, donde por supuesto nos agenciamos un buen queso azul con la esperanza de que aguantase el viaje. 
Atravesamos los últimos resquicios de Francia pasando por Carcasona, que no es más que un castillo más falso que un Judas de plástico. Donde se ponga la Alhambra, que les den pimientos morrones. Acampanos una noche cerca de Varilhes, donde nos cayó una tormenta de padre y muy señor mío. En este país hasta el clima tiene mala leche. Al día siguiente ya conseguimos atravesar Andorra, donde Raquel se agenció una cámara cuya calidad no igualaba a la de su fotógrafa, pero se aproximaba bastante.

Primer desayuno español.
Supo a gloria.
Continuamos hacia Zaragoza, donde nos cayó otra intemerata de diez mil pares de cojones, pero al final conseguimos llegar a Calatayud, donde hicimos nuestra primera noche española y disfrutamos de la legendaria hospitalidad aragonesa. 
Ya sólo quedaba el último trecho hacia nuestra esquinita preferida de España, pero antes pasamos por la épica Toledo. Dimos cuenta de unos buenos duelos y quebrantos toledanos y un gazpacho, regados con un buen vino tinto. Tras ello, nos dimos una vuelta por el Museo de la Santa Cruz, el cual es una maravilla en declive. Partimos finalmente en la última etapa hacia Granada, con la barriga llena y algo tristes por el fin de la odisea. Pero con ganas de casa y de Sol. Atravesamos Sierra Morena y pasamos la atalaya jiennense para al fin distinguir los suaves pero imponentes contornos de Sierra Nevada. Al fin estábamos en casa. Al fin regresamos a las tostadas de tomate y al café como Dios manda. Pardiez.

La primera aventura murciana.

En lontananza, avistamos las bermejas
torres del castillo de la Ciudad del Sol.
Uno o dos días después (perdonen vuesas mercedes mi mala memoria, pero estoy relatando cosas que pasaron hace ya mucho tiempo) partimos hacia Lorca, a asistir a una boda de un primo de Raquel. Exhaustos del viaje y asados de calor, pues estábamos acostumbrados a la dinámica polar del clima neerlandés, llegamos al castillo de Lorca, donde nos recibieron con una copa de rosado frío y una buena comida.



El azul más puro.

El destrozo ocasionado a la Ciudad de los Cien Escudos por culpa del sismo de un año antes aún se dejaban ver en iglesias, viviendas y demás, pero no en el Castillo.
Tras la boda, pusimos rumbo a Águilas y a Mojácar, donde saludamos al Mediterráneo con lágrimas en los ojos, pues espectáculo tan bello era si cabe aún más indescriptible tras nuestro encierro invernal. La espuma se rizaba por doquier a merced del viento, y el mar era más azul que el azul más puro, excepto en el tremendo rielar del Sol, que se extendía hacia el límpido horizonte. 
Tras comer en Garrucha (cómo echaba de menos el pescado en condiciones), regresamos a Águilas a hacer noche, para regresar al día siguiente a Granada.



La ascensión a Caradhras.

De izquierda a derecha; La Alcazaba,
 el Veleta, Eduardo, su gorra, Miguel,
 Melissa, Un servidor, Raquel y Ángel.
No sé cuántos dias después, el que creo que fuel día seis de Julio, ascendimos al Veleta, organizado por mi amigo don Eduardo, viejo compañero de correrías y escaramuzas, y modificado por don Miguel, embajador en Nuevo Mundo y alguien a quien no veía desde hace mucho tiempo. 
Escalar montañas después de tanto tiempo en un país donde la orografía más elevada es un bordillo fue una sensación dificil de describir. Alcanzar la cima con el cielo azul, que casi parecía un poco más cerca, distinguiendo los picos del Mulhacén y la Alcazaba, y discernir Capileira, Pampaneira y el barranco de Poqueira fueron tareas que, a pesar de parecer simples y llanas, saboreé como algo muy especial. 

La estancia estival en las Españas y la segunda aventura murciana.

Lo importante es desayunar bien.
Echábamos de menos una serie de cosas bastante concretas, como los desayunos, las tapas, el sol y un cielo azul, a los amigos y a la familia. Y se notaba. Tras vistar el valle de Lecrín y la Costa Tropical de Granada varias veces, llegamos a la conclusión de que en ningún sitio como en España.
En esto que tanto Raquel y yo nos apuntamos a sendos cursos en Águilas y en Murcia respectivamente, y resolvimos ir juntos, cursos impartidos por la Universidad Internacional del Mar. 

Agosto.

Recuerdo esto y sidra.
 En Agosto, nos hicimos a la carretera junto con Francisco y Marta para atravesar España una vez más, con destino a Bilbao, Santillana del Mar, Cabrales, León y Burgos. Comimos fabes, comimos queso y pulpo a feira, bebimos sidra y sobre todo condujimos, condujimos por carreteras tan empinadas que los valles se perdían entre nubes algodonadas. Especial mención merece Santillana del Mar. Hermosa villa medieval, donde comimos en un restaurante llamado ''El Ojáncano'', del cual no daré más detalles para no herir sensibilidades. Y a la mañana siguiente, probamos la deliciosa y legendaria quesada de Casa Quevedo.
La Reina Mora, esta vez en su palacio.
 A la vuelta de tan gastronómico periplo, revisitamos la Alhambra acompañados de Meral, y quedamos hechizados una vez más por la solidez y la persistencia de aquellos muros, y por la esquisita filigrana de sus salones. 

Los días pasaban raudos, hacia el inevitable fin del verano, y la inminente vuelta a los Países Bajos. El regreso fue asaz deprimente. Esperando quizás encontrar algún rescoldo de luz y de estío, nos internamos desde las alturas en un mar de nubes grises y en un aire frío que cortaba la piel como una hoja de acero. No obstante, el camino sigue. Desde Flandes os escribo estas nostálgicas líneas no con menos alegría por no ver el Sol. Siempre nos quedará el de Utrecht.
Santiago y cierra España.