Muchas tardes de invierno observo el Sol cayendo por entre bermejas nubes en continuo flujo, e intento visualizar cómo se pone el mismo Sol en mi tierra. Cómo los las sombras de Sierra Elvira se extenderán por los largos campos. Cómo serán de translúcidas las turquesas olas del Mediterráneo, rompiendo cerca de Cabo Cope. La eterna y colosal estatua que es Sierra Nevada, el Monte Solorio, encallada en las costas más bellas de la Tierra.
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La rugosa orografía de las provincias de Granada y Málaga |
Se nos viene encima el invierno, y me da en la nariz que va a ser tan crudo como el anterior. Se le abren a uno las carnes cuando anochece a las cuatro de la tarde y se sabe que conforme pasen las semanas, será de noche a las tres. Y lo peor es que el cuerpo se le aflamenca a uno con la tontería. Es decir, los españoles desayunamos a las siete u ocho, comemos entre la Hora Sexta y la Nona y cenamos a la Hora Completa o por ahí, mientras que los holandeses (y he ido descubriendo que los belgas, los franceses y los portugueses también) comen a las doce o la una, y cenan a las seis o las siete, cual inglés. Pues bien, acaba la sobremesa, puede que incluso se meriende, y miran vuestras mercedes por la ventana y ven un crepúsculo anaranjado y la menguante luz del muriente día y se le abre el hambre de la cena y las ganas de irse a la cama prontito. Manda cojones.
Volvemos a una de esas tardes, intento entonces figurarme dónde está el norte, y el sur, e imaginar una ruta hacia el sudoeste, a través de los verdes caminos de Aveyron, una vez más, y cruzar otra vez la muralla de roca viva que son los pirineos, atravesar Castilla en su amarillenta inmensidad para por fin toparme con la Sierra y el Valle. Y volver a casa.
Qué bonito. Ya sabes que me pasa lo mismo, y también es cierto que con la distancia las cosas adquieren otro cáriz. Puede que, en año, estés echando de menos esos atardeceres de media tarde.
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