lunes, 6 de febrero de 2012

Cubrir leguas

Pardiez que a los holandeses les gusta estirarse en su cacho húmedo de tierra que muy nocturnamente le arrebataron al sacrosanto mar del norte. Extienden sus ciudades bien en la verde extensión que son sus dominios, la consecuencia es que si quiero ir de tal a cual tengo que recorrer, cual zagal mochilero, con la lengua fuera, el mondongo dolorido y la espalda ártica de sudores fríos tres puñeteras leguas de muy señor mío. La cosa no es baladí, porque si vuestras mercedes están al tanto de los acontecimientos atmosféricos de la última semana, sabrán tan bien como yo que Utrecht, junto con media Holanda y posiblemente gran parte de Europa, está bajo una ola de frío glacial, y en mi caso particular debo lidiar no sólo con el viento en contra y el pedaleo duro, sino además con la resistencia que la nieve, el hielo y el barro hace sobre el avance de la bicicleta.
Hoy también fue un día de descubrimientos. Trazada la ruta desde el norte, un poco más allá de la Torre del Agua y del Camino de Ámsterdam (construido por Napoleón en 1812), descendí por calles atestadas de cuadriculados tejaditos, canales congelados llenos de huellas de pato y vías del tren que se perdían por ambos horizontes, hasta que el volumen de construcciones humanas comenzó a disminuir, y empecé a verme rodeado de árboles y colinas.
El Sol de Utrecht
Entonces la vi, la torre alta y horrenda, gris, marmórea, heralda de un arquitecto que estará ahora, junto con el que inventó los muebles de metacrilato, en las oscuras bóvedas de Exinferis. La torre de Uithof, la facultad de ciencias, con el Sol de Utrecht en todo lo alto, ese astro calvinista, anunciando que había llegado a mi destino.

Conforme a las tres benditas leguas que recorrí, como he narrado hace un rato, encontrábame yo bastante cansado de pedalear, las barbas congeladas y el bigote hecho un carámbano, y tras hacer los papeleos burocráticos y demás protocolos de rigor, sentíme desfallecer un poco, y me vinieron a la cabeza ciertas rimas:

Pues sin comer he llegado
y si me atrevo a pedillo
me muestran este castillo
de mil flamencos armados

Resolví entonces llantar un mínimo antes de reanudar la marcha de nuevo hacia el oeste, y dirigíme a la cafetería Gutemberg, donde se dice que se sirve el mejor café de todo Utrecht, '' A proballo vamos'' me dije, y entré en la angosta sala negra, repleta de flamencos de mofletes coloreados bebiendo de sus humeantes tazas y atiborrándose con sus pasteles emborrizados de mantequilla y harina. Pedí un capuccino, y haciendo honor a lo usual (según como se vea)  y emulando cierta fotografía de hará unos cuatro años, tomé una foto de mi austero desayuno que, al menos durante un rato, me calentó el gaznate un poco.

El café y la lectura

Poco más que contar, hasta la siguiente.






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