domingo, 19 de febrero de 2012

Traslado

Rayos y truenos.
Sucedió a mediados de semana, me cambié del piso de la calle Thomas a Kempisweg al piso de la calle Costaricadreef. Mi compañero de piso se ofreció amablemente a ayudarnos a transportar las maletas en su coche. El traslado fue rápido, efectivo y sin incidentes apreciables.

El nuevo piso es espacioso, un ático con cocina, sofá, mesa, cama (no faltaba más), abundantes sillas y asiática decoración (pese al caribeño nombre). Vamos, totalmente opuesto al anterior.
Comparto únicamente el baño con un holandés cantarín, una chilena y un nutrido grupo gallinas (con su consabido gallo), las cuales puedo observar por la ventana mientras medito sobre la inmensidad del universo.
Sí, lo que hay al lado del ordenador
es un elefantito de madera
El otro lado de la misma habitación.

La cocina, importante
Particularmente me encanta que tenga cocina propia la cual no comparto con nadie, y no sólo por las molestias habituales, sino también por el episodio que estoy a punto de relatar.

Resulta que con las prisas del traslado me dejé en el congelador del piso anterior cerca de treinta o cuarenta albóndigas que muy amorosamente me había dedicado a elaborar unos días antes. Total, que, ya trasladado se me ocurre escribirle a mi antiguo compañero de piso que tiene un montón de albóndigas mías en su congelador y que preguntándole cuándo le viene bien que vaya a recoger mis albóndigas.
Sin noticias de mis albóndigas.
¿Qué ha sido de mis albóndigas?
Mi reino por mis albóndigas.
Podrán quitarnos la vida, pero no podrán quitarnos mis albóndigas.
Pasa un día, dos, y decido volver a escribirle, no vaya a ser que no le haya llegado el mensaje y mis albóndigas corran peligro de ser devoradas, acto seguido me contesta el andoba diciéndome que ''no se dio cuenta de que me las había dejado'' y que se había comido cerca de siete.
¡¿Qué?!
Un minuto de silencio por mis albóndigas.


Fotos: ©RRuyz




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