jueves, 23 de febrero de 2012

Por fin

Vive Dios que no ha sido el primero de los porfines ni será el último, pero parece que es el por fin que dará inicio al fin de un proceso que parece que no se terminará nunca, ni aún ahogando a los (ir)responsables en el Mar Menor, soltando burbujas como cabrones. Hablo del proceso de matriculación en la todopoderosa UU, la madre que los parió, están dando más problemas que una escopeta hecha de carne de membrillo. Al parecer no soy efectivo como estudiante de la universidad hasta que esté registrado como ciudadano en el ayuntamiento de Utrecht (el cual por cierto es más feo que pegarle a un padre con un Land Rover). Pero al parecer es una cosa que ni ellos entienden, a pesar de que lo han dispuesto así, y tras dimes y diretes entre ellos por doquier, me las veo y me las deseo para terciar entre los del admissions office y los del studenten services (que los muy hideputas no abren hasta las once de la mañana), hasta los higadillos de hacer de recadero.

Pero al fin es oficial, es decir, esta mañana pude recoger la carta en la que oficialmente se me comunicaba la legalidad de mi estancia en Utrecht. Al menos parece que el correo sí que funciona. Eso y que ya tengo la rabo-tarjeta de Rabo-Bank. Cierra España y Santiago.

domingo, 19 de febrero de 2012

Traslado

Rayos y truenos.
Sucedió a mediados de semana, me cambié del piso de la calle Thomas a Kempisweg al piso de la calle Costaricadreef. Mi compañero de piso se ofreció amablemente a ayudarnos a transportar las maletas en su coche. El traslado fue rápido, efectivo y sin incidentes apreciables.

El nuevo piso es espacioso, un ático con cocina, sofá, mesa, cama (no faltaba más), abundantes sillas y asiática decoración (pese al caribeño nombre). Vamos, totalmente opuesto al anterior.
Comparto únicamente el baño con un holandés cantarín, una chilena y un nutrido grupo gallinas (con su consabido gallo), las cuales puedo observar por la ventana mientras medito sobre la inmensidad del universo.
Sí, lo que hay al lado del ordenador
es un elefantito de madera
El otro lado de la misma habitación.

La cocina, importante
Particularmente me encanta que tenga cocina propia la cual no comparto con nadie, y no sólo por las molestias habituales, sino también por el episodio que estoy a punto de relatar.

Resulta que con las prisas del traslado me dejé en el congelador del piso anterior cerca de treinta o cuarenta albóndigas que muy amorosamente me había dedicado a elaborar unos días antes. Total, que, ya trasladado se me ocurre escribirle a mi antiguo compañero de piso que tiene un montón de albóndigas mías en su congelador y que preguntándole cuándo le viene bien que vaya a recoger mis albóndigas.
Sin noticias de mis albóndigas.
¿Qué ha sido de mis albóndigas?
Mi reino por mis albóndigas.
Podrán quitarnos la vida, pero no podrán quitarnos mis albóndigas.
Pasa un día, dos, y decido volver a escribirle, no vaya a ser que no le haya llegado el mensaje y mis albóndigas corran peligro de ser devoradas, acto seguido me contesta el andoba diciéndome que ''no se dio cuenta de que me las había dejado'' y que se había comido cerca de siete.
¡¿Qué?!
Un minuto de silencio por mis albóndigas.


Fotos: ©RRuyz




lunes, 13 de febrero de 2012

Gesloten


Sé que España no está la primera en muchas, quizás demasiadas cosas que me gustaría, y a veces algún fulano o mengano se pone farruco o tiene ganas de tocar los cojones, pero esto, señores, es un cachondeo.

Qué puede ser un sistema de ventas de billetes de tren muy moderno y electrónico y táctil y toda las gilipolleces que se le ocurrió a quien fuere pero que solo acepta monedas o tarjeta. Pero ojo, no cualquier tarjeta, es decir, que o tienes tarjeta de abonado ( sólo si eres holandés, no es el caso, qué coño) o si tu tarjeta de crédito es maestro (que como sea visa o mastercard la máquina empieza a insultarte a gritos, y por si fuera poco, en holandés). Y ¿De donde cojones, si vuesas flamencas mercedes lo sabem, voy a sacarme yo veinticuatro maravedíes que tan felizmente nos sangran, en monedas de a uno o de a dos?
¡Pero si he visto máquinas expendedoras de patatas fritas que aceptan billetes! Eso sí, las que hay en la estación no.
Tenía que coger un tren desde Maastricht, donde he pasado el fin de semana, a Utrecht, donde mañana empiezo las clases del máster.
Claro, son más de las cinco de la tarde y todo está cerrado, el tren está pitando como un cerdo en el matadero y hace un frío de pelotas. Tócate los huevos, yo me subo al tren y si me dicen algo les canto las cuarenta.
En cualquier caso pensé que casi nunca pasa el revisor pidiendo billetes y que esta vez quizás hasta me saliese el viaje gratis.
Pues no, a un cuarto de recorrido  un rojizo y rollizo revisor calvo como una bola de billar se me acercó y me pidió la consabida fichita amarilla. Le conté toda la historia y si soy sincero, me hice un poco el loco. El señor flamenco de gran tonelaje me aconsejó que me bajase en la siguiente estación y que allí cambiase de la manera que puediera y que comprase un billete para el siguiente tren, que vendría tras media hora, si le compraba el billete a él a bordo del tren me costaría treinta y seis maravedís más, eso sumarían sesenta maravedís. ¿Pero es que estamos locos?
Weert, o lo poco que pude ver del mismo. 
Gruñendo terriblemente me bajé del tren en un pueblo a mitad de camino que se llama Weert y empecé a buscar un sitio donde me cambiasen billetes de diez en monedas para pagar la cantidad de dieciséis maravedís para el tren a Utrecht.
Entré en un kebab pero cuando les dije que quería cambiar tanto dinero me dijeron que nanay pero que probara en un casino en la acera del frente.
Un casino. Cágate. entro en el casino y una moza de muy mal carácter me dice que están cerrados.
No sé si fue mi cara de cansancio o mi mirada fulminante, pero cuando le dije que sólo necesitaba cambio para comprar el billete de tren, me dejó pasar. Mandaría cojones encima de todo que en un casino me dijeran que no podían darme cambio. Algo me dijo que no era el primer desgraciado que les venía con la misma cantinela.
A pesar de toda la penuria, me enorgullezco de que la primera (y espero que última) vez que he entrado en un casino sea por motivos totalmente ajenos e inocentes.
Total, con mi billete comprado y un frío del copón en los pinreles me encuentro en la estación con un chaval chino muy simpático al cual le ha pasado lo mismo que a mí. Tras hablar un rato con él llegamos a la conclusión de que sólo los holandeses entenderán a los holandeses. Cabrones.
Y por supuesto, cómo iba a ser de otra manera, no pasó ningún revisor una vez ya tenía el billete.

Lo gracioso es que luego somos los españoles los que no damos pie con bola, agárrate los cojones porque esta mañana me doy con el colofón del asunto. Resulta que después de seguir con interminables rollos burocráticos (ya rayando en el absurdo) me dirijo a la ciudad a confirmar mi identidad para la creación de una cuenta bancaria holandesa (sí, en Rabobank, menos cachondeo) y resulta que los lunes ni siquiera abren. Gesloten. Kaputt.

Por lo menos me pusieron Black Sabbath en la cafetería, ya es algo.


miércoles, 8 de febrero de 2012

Orientación


Para mí orientarse es un asunto de bastante importancia (y no es que sea fácil para mí, ya que suelo perderme bastante y me sé de alguien que lee esto con una sonrisa mientras piensa ''¿sólo sueles?'') y no ha sido hasta que no he venido a Flandes que no me he dado cuenta de lo importantes que son las referencias y que, habiéndolas tenido casi toda mi vida, ahora se echan mucho en falta.

A la izquierda, el Domtower, construido por Sauron,
y a la derecha la Torre de Rabobank, construida por
un señor con muy mal gusto.
Cuando en mi lejana Granada quería ir hacia cierto sitio y perdía la orientación por el motivo que fuese, siempre sabía que el sur estaría donde las grandes paredes de roca de Sierra Nevada y asunto resuelto.
Aquí en Utrecht, donde el relieve brilla por su total y absoluta ausencia, la referencia es nula. El Sol tampoco ayuda, pues tampoco estoy acostumbrado (aún) a esa inclinación rara y escasa que tiene.

Mis georeferencias son ahora el edificio de Rabobank (sé que a muchos les parecerá coña, pero juro en nombre de los testículos del minotauro que ése es el nombre de uno de los bancos más importantes de los Países Bajos), el Domtower (Que viene a ser una torre de iglesia bastante mordoriana) y finalmente el edificio horrendo, la bastarda torre del Sol de Uithof, la facultad, que está al este.

Vale, he llegado a la facultad, pero ahora toca volver y no es baladí. Estaba yendo hacia el este, así que hay que hay que ir ahora al oeste, pero resulta que en holandés Ost es este y West es oeste, y claro, uno ve Ost y piensa en oeste, sobre todo si lleva ya un rato pedaleando y tiene los sesos poco irrigados.
Tócate los cojones que estoy viendo la torre de Rabobank pero desde el otro lado. Bueno pues nada, ya sé donde estoy al menos. Lo dicho, un lío de mil pares de cojones.

Y bueno, aparte de esos menesteres un tanto molestos, poco más tengo que contar, salvo que tengo un vecino subnormal cuyo gusto musical cada vez me recuerda más a una refinería en plena demolición, y que, claro, como él es así, tenemos que tragarnos su insufrible e insoportable mierda todo el maldito bloque. A Dios gracias me traslado de este soviet la semana que viene y aunque cambio techo por un largo un poco lejano, al menos tengo tranquilidad y calefacción (calentito debe ser, nada más que por hacer honor a su nombre, Costa Ricadreef).

En fin, malandrines, a más ver.

lunes, 6 de febrero de 2012

Cubrir leguas

Pardiez que a los holandeses les gusta estirarse en su cacho húmedo de tierra que muy nocturnamente le arrebataron al sacrosanto mar del norte. Extienden sus ciudades bien en la verde extensión que son sus dominios, la consecuencia es que si quiero ir de tal a cual tengo que recorrer, cual zagal mochilero, con la lengua fuera, el mondongo dolorido y la espalda ártica de sudores fríos tres puñeteras leguas de muy señor mío. La cosa no es baladí, porque si vuestras mercedes están al tanto de los acontecimientos atmosféricos de la última semana, sabrán tan bien como yo que Utrecht, junto con media Holanda y posiblemente gran parte de Europa, está bajo una ola de frío glacial, y en mi caso particular debo lidiar no sólo con el viento en contra y el pedaleo duro, sino además con la resistencia que la nieve, el hielo y el barro hace sobre el avance de la bicicleta.
Hoy también fue un día de descubrimientos. Trazada la ruta desde el norte, un poco más allá de la Torre del Agua y del Camino de Ámsterdam (construido por Napoleón en 1812), descendí por calles atestadas de cuadriculados tejaditos, canales congelados llenos de huellas de pato y vías del tren que se perdían por ambos horizontes, hasta que el volumen de construcciones humanas comenzó a disminuir, y empecé a verme rodeado de árboles y colinas.
El Sol de Utrecht
Entonces la vi, la torre alta y horrenda, gris, marmórea, heralda de un arquitecto que estará ahora, junto con el que inventó los muebles de metacrilato, en las oscuras bóvedas de Exinferis. La torre de Uithof, la facultad de ciencias, con el Sol de Utrecht en todo lo alto, ese astro calvinista, anunciando que había llegado a mi destino.

Conforme a las tres benditas leguas que recorrí, como he narrado hace un rato, encontrábame yo bastante cansado de pedalear, las barbas congeladas y el bigote hecho un carámbano, y tras hacer los papeleos burocráticos y demás protocolos de rigor, sentíme desfallecer un poco, y me vinieron a la cabeza ciertas rimas:

Pues sin comer he llegado
y si me atrevo a pedillo
me muestran este castillo
de mil flamencos armados

Resolví entonces llantar un mínimo antes de reanudar la marcha de nuevo hacia el oeste, y dirigíme a la cafetería Gutemberg, donde se dice que se sirve el mejor café de todo Utrecht, '' A proballo vamos'' me dije, y entré en la angosta sala negra, repleta de flamencos de mofletes coloreados bebiendo de sus humeantes tazas y atiborrándose con sus pasteles emborrizados de mantequilla y harina. Pedí un capuccino, y haciendo honor a lo usual (según como se vea)  y emulando cierta fotografía de hará unos cuatro años, tomé una foto de mi austero desayuno que, al menos durante un rato, me calentó el gaznate un poco.

El café y la lectura

Poco más que contar, hasta la siguiente.






miércoles, 1 de febrero de 2012

El arte de sufrir penurias


Caigan los siete infiernos, y uno más si encarta, sobre cada hereje hideputa que aun no siendo culpable, me esta haciendo maldita la jodida tarea de buscarme un techo bajo el que dormir.
Pero no nos precipotemos, es decir, mucho ha llovido desde la última vez que abandoné el relato insoportable y coñazo que me ocupa.

Actualmente resido en un cuchitrilcillo aplastantemente lejos de cualquier cosa salvo de sí mismo y de una maldita vía del tren que bien claro me deja su proximidad cada veinte minutos incluso por las noches.
Hace un frío de nevera y el sol hereje, negro e indigno de su nombre no levanta suficiente del plano horizonte ni para calentar lo más mínimo las miríadas de escarcha que se extienden por todos lados.

Fietsen, estamos jodidos.


Utrecht es fría, es dura y grande, está sucia (ayer pude comprobar que algún hideputa decidió que el mejor sitio para descargar sus intestinos era precisamente en el ascensor de la estación de tren), la gente conduce como loca y hay que tener cuidado de que no lo atropellen a uno.

Para colmo, si no puedo registrarme en el ayuntamiento (estando donde estoy ahora mismo) tendré que pagar la hermosísima suma de doce mil maravedíes, en vez de los ya de por sí sangrantes mil setecientos. Mi compañero de piso aún no sabe de este brete y voto a tal que montará en cólera cuando le diga que tengo que hacer mutis por el foro y desaparecer del mundanal ruido para dejarle con su nevera. Muchas de estas cosas se resolverían mejor con un arcabuz.

Penurias.